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Un hombre adinerado, en su afán por hallar la verdadera felicidad -que había oído que se trataba de algo increíblemente mágico, y muy complicado de lograr para la gente rica- se encaminó hasta un templo donde habitaba un sabio muy famoso por sus buenos consejos. Al entrar al templo y encontrarse cara a cara con el sabio de larga barba e imponentes
canas, se postró ante él y le habló entre sollozos.
-¡Oh, venerable sabio entre los sabios! ¡Te habla un desdichado! ¡Te suplico que me ayudes a encontrar la verdadera felicidad! ¡Te daré lo que me pidas!
El anciano dibujó una sonrisa de compasión en su rostro, y acto después puso su mano sobre la espalda del hombre.
-Nada podrás darme mejor que la noticia de que ya has encontrado la felicidad. Pero he de decirte que no la podrás hallar en este templo, ni obtenerla de mí -se apresuró a decir el sabio anciano.












-¿Entonces qué he de hacer si quiero obtenerla?
El anciano meditó durante largos segundos la respuesta. -Espera un segundo. -dijo, y entró en su habitáculo en lo más profundo del templo. No tardó más de un minuto en salir con algo entre sus manos.
-Yo no puedo darte la respuesta, pero conozco a quien estoy seguro que te la dará. Se trata de un amigo que se encuentra en otro templo a diez kilómetros al oeste de aquí -dijo mientras señalaba la dirección con su mano arrugada-, pero tendrás que llevarle esto -puso en las manos del hombre el objeto de forma triangular envuelto en tela.
-¿Qué es? -preguntó inquieto.
-Una herramienta que ayuda a ver la respuesta. Mi amigo sabrá descifrarlo. Ahora ve -concluyó, y se despidió sonriendo amablemente.
El hombre se puso en camino, con el objeto misterioso guardado en el bolsillo. ¿Qué sería aquello que escondía la tela? No podía aguantar más la curiosidad… Al hallarse a una distancia prudente de cualquier indicio de presencia humana, sacó del bolsillo la herramienta del sabio, y la despojó de su envoltura. Parecía un cristal, pero más brillante. Al mirarlo más detenidamente, se dio cuenta de que no era más que un pedazo de espejo que tenía grabada en él la palabra “aquí”. ¿Podría servir un espejo para hallar la felicidad? Si podía, ignoraba totalmente la manera. Confundido, volvió a envolver el triángulo y lo guardó, e inmediatamente se puso en camino, ansioso por hallar al segundo sabio.
El templo al que llegó parecía exactamente igual que el anterior, pero con la diferencia de que este estaba abandonado. Se adentró a través de un jardín descuidado lleno de maleza y atravesó la entrada, la cual carecía de puerta. Desde el fondo del templo le llamó la atención un reflejo, y se acercó al lugar del que provenía. Al verlo más de cerca se dio cuenta de que se trataba de un espejo del tamaño de una persona que estaba apoyado en la pared, y al que le faltaba un pedazo en la esquina superior. Entonces se percató de que encajaba exactamente, así que lo sacó e intentó colocarlo en su sitio. Al hacerlo, una frase brilló en la parte alta del espejo: “Aquí verás a quien alberga la felicidad”.
¿A quien alberga la felicidad? Al único que veo es a mí… -Al ver sus propios ojos, llenos de ilusión, cayó en la cuenta. Todo este tiempo había estado buscando la felicidad en el lugar equivocado, mientras la felicidad viajaba a todos lados con él, sin saberlo.
-El anciano sabio tenía razón -se dijo-; en aquel templo había encontrado al único que me podía haber dado la respuesta: yo mismo.



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